(La información es de Felipe Retamal, La Tercera)
Con su habitual confianza en sí mismo, el baterista Lars Ulrich anunció al reportero de la revista Wiplash que ya tenían escogido a un productor y el material que grabarían en su disco debut -que terminó llamándose Kill’em all-. “Todas las canciones que tenemos poseen calidad para estar en el álbum, no hay relleno”, soltó sin que se le moviera un pelo. Y aunque por entonces solía despachar declaraciones grandilocuentes, esta era totalmente certera.
Corría abril de 1983 y Metallica eran unos desconocidos para el gran público, pero gracias a su intensa agenda en directo y la difusión de cassettes de mano en mano, se habían hecho un nombre entre las bandas de San Francisco por su propuesta musical rápida y ruidosa.
Pero nada iba a ser fácil. Por entonces, Metallica apenas tenía para sustentarse. Aunque por entonces su base de operaciones estaba en la Bay Area de San Francisco, ya habían hecho algunos shows en la costa oeste, aunque en condiciones espartanas. Alojando en casas y en salas de ensayo, viviendo al día y contando cada centavo.
Para Ricard Altadill, periodista musical español de larga trayectoria en revistas especializadas como Metal Hammer, en su edición ibérica, la de Metallica es la historia de unos tipos con una convicción tan férrea como la de sus ráfagas de distorsión. “Nacieron con la intención de ser los nº1, es evidente que eso lo sueñan todas las bandas del planeta, pero ellos poseyeron desde un principio el gran poder que le otorgaban sus temas”, detalla a Culto.
Desde su aparición en los escenarios, en marzo de 1982, el grupo se había fogueado al viejo estilo. Al principio tocando en clubes de mala muerte en Los Angeles, donde su heavy metal más radical y rápido, parecía contrastar con el rock de melenas que comenzaba a tomarse la década. Eran además un grupo humano demasiado extraño; un cantante como James Hetfield, tan tímido, que apenas miraba al público; un guitarrista megalómano y violento, como Dave Mustaine; un bajista sin mayores ambiciones musicales como Ron McGovney; y un baterista como Ulrich, sin sentido del ritmo, pero con iniciativa y personalidad.
“Ellos eran muy diferentes -opina Aldo Benincasa, baterista de proyectos como The Ganjas y The Versions y un entusiasta del rock más visceral-. Sobre todo en ese disco, el Kill’em all tiene ese crossover que no existía, ellos hicieron una mezcla entre lo pesado de Black Sabbath, que escuchaba todo el mundo, pero le meten un poco de violencia hardcore más nuevo. Ahí sale este híbrido rarísimo”.
Como en Los Angeles, la cosa no parecía caminar, probaron suerte con algunos shows en San Francisco. Allí había un genuino interés por el heavy metal más pesado que Metallica despachaba en sus ráfagas guitarreras. Con sus primeros temas como Hit the lights o Jump in the Fire, poco a poco se granjearon a su primera base de seguidores. “En San Francisco todo el mundo llevaba camisetas de Iron Maiden y Motörhead —detalla Ulrich en la biografía Nacer, crecer, Metallica morir, de Paul Brannigan e Ian Winwood—, mientras que en Los Ángeles lo que mandaba era el pelo y la pose. Así que nosotros estábamos entusiasmados. Habíamos metido a 300 chavales, algo que en Los Ángeles no habríamos conseguido ni regalando las entradas”.
Fue en San Francisco donde Metallica creció y encontró a la pieza que faltaba para ensamblar su sonido. Una noche, Hetfield y Ulrich, la pareja que inició y controló el grupo, se pasó al Whisky a Go Go. La idea era saludar a un viejo amigo, pero su atención se volcó hacia el escenario. Esa noche tocaba el grupo Trauma y de inmediato les llamó la atención su bajista, Clifford Lee Burton, un veinteañero apasionado por la música clásica y el rock, que a punta de largas horas de ensayo diarias, había desarrollado una prodigiosa habilidad con el bajo eléctrico.
“Oímos un solo salvaje —recuerda Hetfield en la citada biografía— y pensé: ‘No veo ningún guitarra’. Y es que era el bajista el que tocaba… con un pedal de wah-wah y todo el melenón… Nos saludamos tras el concierto. Le dijimos: ‘Estamos en este grupo y andamos buscando bajista. Creemos que tú encajarías, porque estás como una cabra’”.
Solo tiempo después, el grupo logró convencerlo. Los caminos se cruzaron porque Burton deseaba salir de Trauma y veía en el rock más pesado de Metallica una buena oprtunidad. Pero en la banda tuvieron que encontrar la forma de deshacerse de McGovney quien era un viejo amigo de Hetfield. No primó la compostura. Mustaine, directo, simplemente volcó cerveza sobre las pastillas del bajo de McGoveny, mientras vociferaba “odio al idiota de Ron”. Como ensayaban en su casa, este simplemente los expulsó. Hetfield no dijo una palabra, lo que lo molestó más aún. Así, Burton tuvo vía libre para unirse a Metallica a fines de 1982.
Hit the lights
Ya con Burton a bordo, el grupo tuvo la chance de una primer viaje a la costa este, a Nueva Jersey, por invitación de Johnny Zazula, el dueño de una pequeña pero bien abastecida tienda de discos y que además las hacía de productor underground. Junto a su mujer, Marsha, alucinaron con la banda el día en que un fan entró a su tienda y les hizo escuchar un cassette titulado Live Metal Up Your Ass. Era el registro de un show de noviembre de 1982, y pese a la pésima calidad de audio, notaron que ahí había algo. Se jugaron sus ahorros para traerse a Metallica y por qué no, intentar grabar algo más profesional.
En ese viaje ocurrió el evento que definió la formación definitiva del grupo. Fue la conducta errática y violenta de Mustaine, a ese punto un alcohólico cabal, la que empujó a los demás a expulsarlo sin más. Desde su entrada había aportado su talento como guitarrista, lo que empujó al siempre taciturno Hetfield a pulirse. Incluso aportó canciones como Jump in the fire o The four horsemen. Pero con el roce en directo, James comenzó a mejorar y la entrada de Burton afirmó a la formación. Así, poco a poco su estrella menguó y su comportamiento agresivo ya no era tolerado.
Lo cierto es que todos bebían a destajo. En broma les llamaban Alcohólica. Pero Mustaine siempre llevaba las cosas más lejos. “El tipo [Mustaine] no sabía controlarse en según qué situaciones —detalla Ulrich en la biografía citada—. A largo plazo eso habría constituido un problema. Lo decidimos [buscarle sustituto] en un punto entre Iowa y Chicago”.